jueves, 28 de octubre de 2010


ESTE FRÁGIL LUGAR DE LA MEMORIA


Por Hernando Guerra Tovar


La poesía ha elegido a Leonardo Padrón para decirle una palabra que ahora leemos en esta antología, con la alegría y el asombro de quien llega por primera vez a un lugar de revelaciones, milagros, silencios. Y no importa que la leamos una y otra vez, porque cada lectura es una visitación, un reencuentro, un renacer, como es dable a la alta palabra. El autor nos recuerda que la poesía está en cada cosa, en todo acto, pertenece a nuestro íntimo ser: estamos hechos de poesía más que de carne y hueso, somos en ella, en ella nos descubrimos, por vía de ella acudimos a la luz. Porque la grandiosidad, el egoísmo y la ostentación del hombre, han fabricado un mundo de falsas premisas, simulaciones, banalidades. Porque dioses de cemento y de metal han usurpado el lugar del sueño. Porque extraviados, escindidos, exiliados de la luz, la palabra poética acude en nuestra ayuda, llega a restituir nuestra condición de esencia, de espíritu, a restaurar nuestra más profunda realidad de ser.

Médium o poeta, oráculo o vidente, cronista o demiurgo, Leonardo Padrón asume esta vocación de luz desde su propia orilla, que enciende en mitad de la noche, insomnio prolongado en la hora, en la honda reflexión de un tiempo que va dejando huella en el cuerpo del silencio, de tanto grito, de tanto asfalto, de tanta calle por donde transita el hombre con su congoja, su tedio o su milagro. La memoria es aquí un recurso que, aunque frágil, da cuenta de la mirada del autor desde la terraza de Caracas y del mundo, en “la calcinarte ejecución de un poema”. Prontuario de iniquidades, que puede ser el tiempo percibido desde la verticalidad de un edificio, la horizontalidad de una avenida, de un cuerpo de mujer, o de la ilusión, la terrible ilusión de la muerte, se expresa en la Orilla encendida, Balada, Tatuaje, Boulevard, El amor tóxico, libros publicados entre 1983 y 2005, en un lenguaje que va de lo conversacional y cotidiano a lo profundo metafísico, una palabra que reinventa el mundo desde lo urbano a lo erótico, en constante exploración interior, buscando siempre “jirones de luz. / Aire, algo de aire”, en un mundo cada vez más contaminado, oxidado y tóxico.

Y mientras la vida se va oxidando por dentro y por fuera del hombre y de las cosas, al autor le corresponde, más allá de su propio dolor, –dura es casi siempre la misión del poeta- procurarle al lector fórmulas de apaciguamiento, de supervivencia, como “Poner algo de lluvia en un vaso. / Esperar dos o tres minutos que se asiente la arenilla de las nubes. / Luego ingerir, a tragos largos, siempre antes de dormir.” O “hacer de la noche un fervor, una religión, un aullido.” Es probable, sin embargo, que ninguna receta de sobrevivencia opere sin la consecuente voluntad del hombre, sin la necesaria convicción que nace de la fuerza interior, espiritual o mundana, sin ese rigor, tanto para la experiencia vital como para el hecho estético, contenido en la “Lírica”, enseñanza que raya en el arte poética, aunque aparentemente se aleje del sentido mágico o revelador propio de la poesía: “No se trata de sacudir los dedos y que entonces / aparezcan estrellas, estepas, estíos. / No es que uno se sienta y de los ojos caen / misterios, arrullos, otoños. (…) El rigor reside en rasgar la página / limar en lo blanco / excavar en ciertas zonas. De acuerdo al sitio elegido, así el poema.” La lírica, como lugar poético, acaece en lo más profundo del autor. Desde ese sentimiento se proyecta o se extiende, según ataque o bendiga, convidando al lector a tomar partido, a participar del estremecimiento de vulnerabilidad o fortaleza. En la obra del poeta Padrón, esta subjetividad de fuego, que a fin de cuentas comporta la mejor poesía en sentido estricto, está ligada a una decantada palabra amorosa, erótica, pero, así mismo, a una ambigüedad que agrada, capaz de ser huésped del sueño, del silencio, hasta el momento de la angustia existencial untada de mujer, olorosa a mujer: “Al final de la muerte / el leve gorjeo de una mujer. / Alguien / rasguñando la ventana”.

Cada uno de los libros que componen esta antología está impregnado de la dulce o feroz presencia femenina. La mujer ocupa en la obra del poeta Leonardo Padrón un lugar destacado. Aparece en todos los espacios y lugares, en el afuera y el adentro, en la sombra y en la luz, en el silencio, el susurro y el grito, en el sueño y la vigilia, en la presencia y en la ausencia, en el espíritu y el cuerpo, en el agua y la piedra, en la alcoba, el lecho o la intemperie, en lo rural y lo urbano, en la memoria y la desmemoria, en la certeza o en la duda, en Paris o en La Patagonia. Imágenes húmedas, fantásticas, reales, ilusorias, de amor o desamor, entre la vida y la muerte: “tu cuerpo es una luna violenta / que se me enciende en las manos / y me pregunta la vida”. (De La orilla encendida); Si prenden la luz / no me hallarán / (estoy en sus ojos, buscándome)” (De Balada); “A esa mujer le ocurren / pájaros blancos en el cuerpo”. (De Tatuaje); Una mujer que fue la víspera de mi caída”. (De Boulevard); “ninguna mujer callejeando en las palabras, / nada, / ni una sospecha de mujer, / ni una sola acrobacia que acabe en sus labios”. (De El amor tóxico).

El tiempo discurre por esta palabra de la mano del amor, “Has llegado tan impuntualmente a mi vida / que he decidido corregir todos los relojes / hacia tu posibilidad.”, del dolor, de la angustia, de la noche urbana, de la muerte como hallazgo o lugar o mirada; del nombrar fallido, culposo, existencial; y del momento mágico, esencialmente poético: “Cuatro, son las cuatro. El vagabundo insiste en que / son las cuatro. Una garza siempre lo visita.”

Palabra urbana que se solaza en la vastedad. La mirada del poeta es una aguda percepción de distancias, de calles largas, de edificios, de anodinos habitantes de una ciudad que puede ser Washington o Barcelona, pero siempre Caracas, la ciudad amada y odiada por parejo. Desde la terraza la ciudad es otra, un paisaje diferente colmado de viento azul se cuela por las ventanas de los apartamentos, en donde siempre hay alguien dispuesto a nacer o a suicidarse. Por esta suerte de crónica de lo citadino transitan entrelazados peatones, albañiles, truhanes, putas, buhoneros, poetas, desahuciados, viciosos; “la difícil belleza de las esquinas”; los crepúsculos sostenidos por grúas; “Los anuncios atribulados donde se agota el tiempo”; “cañerías y demencia, limosna y tráfico.” La ciudad como motivo poético, donde el hombre es presa de la soledad, del anonimato, del aislamiento. La ciudad vista desde arriba: “La ciudad al fondo, indeleble, como pintura de labios.” La ventana ocupa un lugar importante como símbolo urbano. Es un espacio amplio, por donde entra o sale el sueño: “En una ventana cabe una ciudad entera. (…) También, sí, también cabe la lluvia.” La esquina, los inquilinos, los “postes donde se aferran como grapas los vagabundos”, las autopistas, “el matinal entusiasmo de las catedrales”, los sótanos, el tráfico, el río que se vuelve caño, las plazas, los ascensores, el metro, los semáforos, la prisa; la recurrente ciudad, que puede ser Lima, Nueva York, Florencia o Paris, y Caracas, siempre caracas: “Caracas se derrama, como un lento blues de cemento”. Por esta ciudad como música “Una figura marchita, algo gibada, que camina invariablemente sola, por las calles poco transitadas,” representa el asedio de la visitante fatal, en el inquietante texto escrito en homenaje a Salvador Garmendia.

La poesía ha elegido a Leonardo Padrón para decirle una palabra mágica, colmada de aciertos, milagros, silencios. Una palabra que da cuenta del hombre y su entorno, la ciudad agitada en su adentro y su afuera, y que, seguramente, lo ubica en lugar privilegiado dentro de la poética latinoamericana. Llama la atención ese juego del poeta, que nos refiere, a través de una palabra elaborada, la interioridad del hombre, su oscuro recinto, su anhelo de luz. Vivimos el tiempo de la ceguera iluminada. La muerte transita por ella como una citadina más: “La oscuridad es un cuerpo precipitado”.

lunes, 11 de enero de 2010

La canción de los cuervos blancos, de Andrés Matías


Por Hernando Guerra Tovar


Andrés Matías (Armenia, Colombia, 1978) es un poeta que se solaza en los predios de la palabra oscura de un malditismo a ultranza. Iconoclasta e irreverente, convoca en su decir poético las fuerzas del mal desde la más profunda interioridad, a manera de proyección, catarsis o conjuro, a partir del simbolismo de Poe, Baudelaire, Rimbaud, Verlaine; en la demencia y precocidad de Lautréaumont; o en la vanguardia de un Vallejo enfermo de la patología lluviosa de Dios.

En un momento de la modernidad en que los poetas enmascaran el sentimiento, Matías irrumpe expresando su sentir sin concesiones ni recatos, al contario, dejando ver su desagrado, su disgusto existencial de manera tajante, gozando en su provocación de vuelo y caída, como lo anuncia el narrador colombiano Roberto Burgos Cantor: “Es probable que Andrés Matías, contestatario de convicción, publique ahora sus poemas como quien arroja pequeñas esferas de cristal en el escenario. Las arroja no con la intención traviesa de hacer caer a quienes las pisan. Las arroja con la esperanza rabiosa de que quien no quiera estrellarse contra el suelo mueva los brazos y aprenda a volar”

La canción de los cuervos blancos (Editorial Cubik, Buenos Aires Argentina, 2008), contiene treinta y siete textos de factura encomiable, en donde lo culto se enlaza con el más profundo sentimiento de desnudez y desamparo, de delirio y revelación, de apostasía y silencio. Andrés Matías es, en este sentido, un rebelde con causa, un anarquista que recorre Colombia y Suramérica con su figura esbelta y su mirada crítica, percibiendo de manera atenta y disgustada las banalidades y bajezas del medio que le correspondió en desgracia, en una región del mundo que se debate entre la ignorancia, la barbarie y la más abyecta corrupción. La metáfora del cuervo blanco es así una bella ironía posmoderna, neodecadentista y neorromántica, en un espíritu independiente, que no deja de estremecerse, no obstante, ante el sentimiento amoroso: “Tu ojo sobre el mío es una flor.” O, “El beso sin amor sabe a boca.”

Un delirante juego cromático, una sinestesia recurrente, un sentimiento de orfandad y miseria, un percibir etéreo, evanescente, un discurrir de música que se pudre entre el vaho y el moho de la muerte, un grito en el medio de la noche del cuervo blanco como “ataúd de fuego”, un milagro oscuro entre la luz, un cadáver de flor y miel y mucho más, es la palabra de este poeta visionario del abismo, de la pérdida, del holocausto del principio antes del fin, del pecado vegetal del conocimiento, de la sinrazón del ser, de la ebria lucidez de la caída.

Pero este hacer iconoclasta no aparta al poeta de la responsabilidad de un lenguaje depurado, como tampoco le impide la elaboración de una palabra compleja, que aborda el misterio propio de la poesía, sin el cual caería en el panfleto o en el simple discurso político o moral, nada más ajeno al propósito del autor, quien se adentra en los territorios de la lírica intimista y sugestiva, de dolorosa tiniebla: “Nunca tuve infancia, nací enfermo; ni un cielo raso para tutelar mis redes, ni un dátil de mieles gratas, ni un vaso de agua sin barro de Galilea, no tengo nada, sólo esta palabra que ahúma en los arenques de las costas del pacífico y que juega con los niños y los perros y que como ellos sabe perseguir la lluvia;” (…)

La sinestesia como recurso simbólico es en Matías la herramienta a través de la cual logra expresar su vuelo cromático, su transgresión y transmutación del sentido lingüístico, la polifonía necesaria de esta palabra que se adentra en las simas del ser y del decir, en ese lugar del verbo que linda con el silencio: ¿”De qué color es el sonido de la lluvia en el bosque de los cuervos blancos? Esta imagen contiene un uni-verso de matices, fracturas y dislocaciones que deleitan y sumergen al lector en variadas y ricas ondulaciones meditativas. La lluvia como elemento de misterio. Acaso podamos explicar, de manera razonable, científica, el fenómeno de la lluvia, pero aquí, y en ello consiste precisamente el milagro de la poesía, el autor funda un nuevo territorio de aprehensiones, de sutilezas y variables, de ensimismadas formulaciones. El color, el sonido, la lluvia, el bosque, el cuervo, lo blanco. El cuervo, que por naturaleza es negro, en la poética de Matías es blanco y habita en un bosque donde la lluvia debe tener un color singular. ¿Cuál es ese color? Trakl, desde su expresionismo, nos dijo, de manera tajante, que “Oscuro es el canto de la lluvia.” Pero, a diferencia del poeta de “Revelación y caída”, la lluvia de Matías está circuida al territorio del cuervo blanco, lo que presupone un color ideal. Esta meditación poética conlleva una nueva imagen de la luz, donde tánatos aparece como protagonista: “Una luz de muerte es la lluvia en el bosque de los cuervos blancos,” (…)

La misión del poeta es nombrar, fundar el verbo en la nada del vacío, en la brecha que existe entre una imagen y la otra. Ahí, en ese espacio cubierto de maleza, crece una flor que el poeta cuida y riega cada noche. Es la flor del silencio que viene de la piedra, que se nutre de la piedra donde habita el olvido. En la obra de Matías hay muchas flores como blanco, como ausencia, como herida en la pupila del amanecer. La función del poeta es nombrar esa flor para que nazca la palabra y se haga la luz. El propósito del poeta es reinventar el mundo, hacerlo tangible, mirable, aprehensible, sonoro, y ello sólo se logra a través del silencio: “Si un día te levantas con la pupila herida / deja que en su luz muera tu última flor. / Al comienzo leerás: todo es obscuro / como esas tardes que usan los domingos. / Luego oirás crecer dentro de ti / el silencio.

La flor, la pupila, el olvido, la mirada, lo oscuro, la luna, el agua: itinerarios del sueño del poeta antes que el cuervo “perdiera la guerra contra el sol.” Caminos recorridos desde la inocencia de toda la blancura. Génesis del poeta antes de la tiniebla, cuando era un cuervo, sólo un cuervo más en los azules jardines del deseo. El blanco y el silencio son en este poemario uno y lo mismo. El poeta, cuervo redimido de la noche, recorre Suramérica, acaso buscando el pliegue de sus alas negras, tal vez evocando “las blancas colinas del silencio.” El cuervo exiliado de la luz entre lo blanco, “hasta el rojo y negro del pecado de Adán.” Diáspora eterna de todas las culturas del hombre, aun lo blanco, no obstante su inocencia. Porque la culpa habita en su pupila desde la misma madrugada de la partida al “crepúsculo incendiado en la soledad de Itaca.” Ahora el poeta, cuervo desplazado del bosque de la lluvia de plata, es un intruso, un advenedizo en su propio jardín. ¿Quién arrancó su flor, quién su milagro?

Andrés Matías es, al lado de Hellman Pardo, uno de los más altos nombres en la reciente poesía colombiana, y al decir de su editora Marion Barcia Zubillaga, una de las voces más importantes de la nueva poesía hispanoamericana. Celebro este libro esencial que restaura la trinidad de la alta palabra: El silencio. El blanco. La luz.