domingo, 1 de febrero de 2009

Festín entre fantasmas de Esperanza Carvajal Gallego




Por Hernando Guerra Tovar


En el libro de la poeta colombiana Esperanza Carvajal Gallego (Palocabildo, Tolima, 1964), el fantasma, forastero de este mundo, muestra su imagen des-leída, nos observa desnudos, averigua nuestros secretos, repasa cada detalle del sueño y la vigilia, en los confines de una existencia en que, “Hemos recostado / la cabeza en el naufragio.” Acaso sabe el fantasma que el tiempo se necesita de este lado como recurso de aprendizaje, que una vez cumplido este propósito sobreviene el regreso, para volver con una nueva misión, y así por siglos en la rueda de Samsara, o como dijera Orfeo, en el “abismo de las generaciones.”, hasta el logro de la iluminación. Del otro lado, en la otra orilla, ¿qué advierte el fantasma? La poeta intuye su conocimiento y pregunta: “Cuéntanos si hay otra manera / de nombrar las cosas / en esa orilla / que nos prometieron alcanzar.” Porque “Qué puede haber de eterno / en las cosas que nos rigen, / o somos nosotros / los que regimos los instantes.”

El tiempo y la eternidad son los fantasmas mayores en la poética de Esperanza Carvajal. Sus primeros libros lo anuncian desde el título mismo: “El perfil de la memoria”; “Las trampas del instante.” Pero es en este, su tercer poemario, donde la poeta encara con mayor rigor el tema del devenir y de la inmutabilidad: el tiempo y la luz; tánatos y el tiempo; el tiempo onírico; la cuidad interior y el tiempo; la hora propicia del crimen en la alta noche; el tiempo y la expiación; el fruto y el tiempo; las cadenas del tiempo; los oficios del tiempo; el tiempo y la huida; el puerto en el tiempo; el tiempo ulcerado; la intemperie del tiempo; el tiempo y la libertad; el exilio y el tiempo; el tiempo sin el tiempo. El pasado –tradición, memoria y recuerdo- como cadena de dolor y sufrimiento, en perjuicio de la sustancia del vivir:

“Cada quien arrastra sus cadenas
y no hay tiempo
de comparecer ante la vida” (…)

La eternidad se presenta en este libro desde una mirada de escepticismo no exento de ironía y desencanto. Una manifiesta resistencia a aceptar las heridas existenciales como punto de encuentro entre la hora y el misterio de una promesa incierta. Como buena poeta, Carvajal Gallego resuelve esta duda en interrogante que es videncia:

“¿Pero a qué cosas
se tiene derecho
cuando la memoria porfía
atrapar el instante?” (…)

Su profunda inquietud metafísica toma forma en cada texto en imágenes desgarradas, en donde el “otro” es necesidad reconocida, urgente: “Me tiendo en el costado / más temible de la noche / y reconozco el tiempo / en la sed de los espejos.”, anuncia en su poema “Teorema”. Y prosigue: “Escrito está: / soy el tiempo que se quema / y la luz que lo consagra.” Tiempo y eternidad, luz y sombra, premio y castigo: “Dicho sea: / Condenados están al tiempo y a la sed. / La luz, / me la reservo.” Un determinismo trágico convoca igualmente esta poética. Herencia milenaria en la “palabra ciega”, en el dolor que causa la conciencia del ser, el reino incendiado de la errancia, donde el fuego es actor y testigo, arte y parte de una existencia en llamas: “Cuántas cosas se dejan al camino / cuántas palabras encienden / la furia en las praderas (…).

La noche es el lugar en donde Esperanza Carvajal Gallego desata sus fantasmas, sus poemas, en el festín de la soledad que apura, como fuerte licor, en espiral de fuego y viento. La etérea figura del forastero recorre sus predios, entra y sale del sueño, asciende y desciende su escalera, visita la pesadilla, esconde la luz, alza el cáliz de la desesperanza en sus rincones, puebla, en fin, este universo de tiniebla con su presencia vaporosa. Y la poeta recorre con el fantasma, su invitado, estos territorios en donde el sueño, la pesadilla, el crimen, el homicidio se convocan, porque todo es posible en el reino de la sombra. Así, aunque parezca una dicotomía, la noche, paciente y generosa, le brinda refugio y placer: “Sólo la noche no se cansa de abrir sus brazos / donde convergen las horas de placer y de dolor.” La escalera, su peldaño incierto entre la bruma, la huella de un milagro inconcluso, el sigilo y la huida, y el dolor siempre presente, el dolor de la conciencia como luz injuriada.

Desde la más profunda interioridad brota esta poesía colmada de ausencia y soledad. La partida del ser querido y su dolor, hacen más hondo este silencio, trascendido en milagro. Si “La vida significa para nosotros un constante transformar en luz y llamas todo cuanto somos o nos sale al encuentro” (Nietzsche), la propuesta estética de Esperanza Carvajal en Festín entre fantasmas es consecuente y consistente con el más caro propósito de toda poética. Aquí se dan los presupuestos necesarios, vitales, para hablar de una expiación a través de la palabra: “Sólo a los ángeles caídos / les asiste el derecho de la perfección”, dice la autora, y ya nada nos sorprende:

“Algo esconde la eternidad
tal vez pronto
lleguemos a saberlo”


Esperanza Carvajal Gallego
Festín entre fantasmas
Editorial La serpiente emplumada
Bogotá 2008

Obras de mampostería de Nelson Romero Guzmán


Por Hernando Guerra Tovar


La poesía es edificante. Misión del poeta es construir, y crear consiste en el lento hacer. El tiempo talla la piedra, la pule, la limpia y decanta para la obra, pero el tiempo cabe y no cabe en la eternidad. El tiempo y la eternidad se atraen y se repelen, así como hay lugar y distancia entre el sueño y la vigilia, entre la flor y la guerra, o entre la puntilla y la flor. El tiempo pertenece al reino de lo irreal, no al de lo invisible. “Dios en lo visible remedia la afrenta a sangre y fuego.” Pero, “¿Dios es real porque no existe?” Percibir la “flor secreta” que los mamposteros han diseñado con “la argamasa de las invisibilidades”, a la luz de “estrellas rotas”, se hace visión, y entonces la argamasa pega. Pero el poeta debe ser cuidadoso, mesurado en el uso y tratamiento de la piedra. De no hacer así, podría construir un precipicio, un muro impenetrable, o hendiduras de la luz por donde nadie puede entrar. Además, la piedra, materia prima, escasea. No es cierto que la palabra poética abunde como la arena, como tampoco toda arena es. De ahí la importancia del ahorro y del arte de la mezcla, la argamasa, el decir poético. Por ejemplo el adjetivo, que sólo es eso, accesorio, nunca es viga, y casi siempre sobra. Pasa igual con el verbo. Vemos a los poetas a la orilla del río, en verano, buscando el verbo preciso, el que encaje en la columna, el que sea columna misma. Y pasan muchos veranos con sus lunas y peces y flores, sin que el buscador halle tal piedra. Mientras, el río ya no es y el poeta tampoco. Entonces Heráclito El Oscuro ríe de su río en la luz de la eternidad sombría, porque no encontrar la piedra indicada, es no tener cimientos.

En Obras de Mampostería Nelson Romero Guzmán asume otra vez, como ya nos tiene acostumbrados, el oficio de poeta, es decir de constructor, de creador. Este es un poemario edificante. Su obra está bien hecha. Los cimientos, las vigas y columnas, tienen los materiales necesarios. Ni más ni menos. La justa medida en la piedra, el agua, la arena, el cemento y el metal. El conjuro. La plomada. La solidez consiste, precisamente, en el equilibrio que dan el oído y la visión acoplados. Todos los sentidos acoplados: “los cinco rencores de los cinco sentidos, / las cinco crueldades del cuerpo, / los cinco animales enjaulados / hacen verdaderas las piedras y los muros.” La puntilla clavada en la flor no es un accidente, es un acierto: “eso es deseo, hecho misterio…” Con varillas y puntillas de percepción se logra la estructura: “No veo el alba / veo un caballo blanco / aquí, donde grandes mariposas con cuernos, / húmedas / velludas / depositan el huevo del día” Esta percepción atenta, hecha visión, constituye terreno seguro para la arquitectura del lenguaje poético. De un mundo visible, el de la tensión, en donde “el Iluminado y el Oscuro se enemistaron por una rosa”, se pasa a un mundo invisible paralelo, en el que “no se borra el rastro de lo que pudo haber sido y allí estuvo”. Las guayabas se transportan desde el país de lo fantasmagórico en cajas apuntilladas, fuertemente amarradas con cables acerados, para que durante el viaje no se vuelvan irreales pero, aun esta previsión, no deja de observarse en la piel de las frutas “el hambriento mordisco del otro lado.”

Crece la hierba en la mirada del poeta, el monte como palabra, el cadáver del alfabeto entre las piedras, la palabra al-ba-ñil pegada con argamasa, el idioma remendado en los ojos de una lagartija. Todo entre las piedras. El poeta no quiere despertar del sueño de ser piedra entre las piedras porque desde allí, desde ese lugar que es la palabra, el paisaje luce, es, alcanza una nueva visión, extraña visión que alucina: oye la respiración de los árboles, “cuando los mueve la inmensa rueda del cielo”, el agua adquiere visos o notas musicales, se vuelve virgen que el hombre no mira, no adora como tal, sino que confunde con la Proserpina seductora de los alucinados, de los seres del inframundo. “Un paisaje no visto, recién llegados (nosotros) de lo visto”. Desaparece la frontera entre lo real y lo irreal, entre lo visible y lo invisible, desaparece el tiempo, que ahora es una ilusión, que siempre ha sido ilusión porque nunca ha existido: “o Dios haciendo visible de esa forma / las paralelas de su ilusión”. Los mamposteros conspiran en la trampa, en el ocultamiento, quieren hacer invisible la guerra, “pero ella es cada vez más visible.”

Existencialismo, fenomenología, escepticismo, chamanismo, magia, percepción poética. Uno imagina a Sartre y a Berkeley; a Husserl y a Descartes; a Hume, a Kasper, a Heidegger, a Parménides de Elea, a Pyrro de Ellis; reunidos en una estancia del tiempo inmóvil, que puede ser una taberna flotando en el espacio, o un café de Paris, en tertulia perpetua sobre lo irreal e irreal, sobre lo que es y lo que no es, sobre lo visible y lo invisible, entre lo que se debe creer y lo que no. Y la mirada del poeta Nelson, aguda, desacralizadora:
“No veo catedral / veo un gato enorme sentado / sobre sus patas traseras, / unos ojos llenos de fe, / piel de carne de circo, / frente meditando en su oración (…)
alto en la entresombra / erige ante mí la parábola de la duda.” (…)

Pero esta duda es certeza cuando la ciega Narcisa en loco sueño se hace Eva y refunda el paraíso. Pronuncia la palabra y el Génesis cambia. Toma el color de su signo, su género y la fuerza de su convicción, para mostrarnos el Edén alucinado. Fantasmas, visiones en la honda sombra, la serpiente, el trabajo, el exilio, pero sobre todo el dolor, la ceguera, la locura. Una Eva loca y ciega que va dando tumbos de hospicio en hospicio, en eterno círculo, nos dice de un paraíso como clínica para enfermos mentales. Y esta duda-certeza de corte teológico salta a la grafía, a la escritura misma: “sin escribir escribo, / salto de esta tapia al patio ajeno / a robar los melones encendidos.” ¿Habla acaso aquí el poeta de las resonancias, de las influencias, o de esa voz de la poesía que está en el viento, más que en libros y talleres, que está en la plástica, como en los pintores de sus libros, Surgidos de la Luz y la Quinta del sordo, o “de la poesía que todos escribimos”, o nos habla de la lectura, de esa otra lectura no de libros, sino del entorno, el entorno interior o exterior del hombre, esa otra lectura que llamamos percepción? Cierto es que la poética de Romero Guzmán nace, entre otras fuentes, de una percepción atenta, aguda. En Grafías del insecto, por ejemplo, las imágenes tienen validez y asidero desde una profunda y paciente observación de entomólogo, o de poeta. Asistimos en este libro, a una palabra encantada y des-encantada, o si se prefiere, reno-va-dora: “la redondez es apenas una visión / una costumbre del ojo.” No en vano el poeta tiene sus propios invitados: el atormentado Jaime Sáenz, el de “las impenetrables obras de mampostería”, y Antonio Gamoneda, el de “vas hacia lo visible / y sabes que es real lo que no existe.” Mas hay un personaje aquí que no está anunciado, pero que se pasea sin más por todo el libro: hablo de George Berkeley, el obispo de Cloyne, el mismo que hace más de tres siglos lanzó al mundo su oración, su blasfemia o su herejía: “esse est percipi”. Y entre la visión y la ceguera, entre lo real y lo irreal, entre lo visible y lo invisible, entre lo que existe y lo que no; una exaltación:

“Celebramos limpios aniversarios de aire,
muertes hormigueantes llegan de lo visto,
piedras se hacen invisibles.

Lo más hermoso de no ser visto: ¡el homenaje al ojo¡”

El poeta Nelson Romero Guzmán estuvo en el río, en verano, buscando la piedra, y encontró la revelación. Para Nelson Romero Guzmán y su obra no hay tiempo, sino eternidad. Porque, como bien sabemos, la revelación pertenece al ámbito del instante, del ahora, del presente, es decir, del siempre. Entonces el río y el poeta no cambian. Se funden para permanecer intactos: milagro de la poesía, inmutabilidad en el fluir. El poeta regresa a su hogar, el poema, con su obra perdurable de dicha y acierto: plena de agua, de viento, de asombro, de luz.

Obras de Mampostería. Nelson Romero Guzmán.
Premio Nacional de Poesía Ciudad de Bogotá, 2007

Apología de los dragones de Conrado Alzate Valencia




Por Hernando Guerra Tovar

Apología de los dragones de Conrado Alzate Valencia es una puerta abierta al mundo de la infancia. Sólo el poeta, eterno guardián del sueño, misionero de la palabra encantada, puede acceder a este universo de presencias lúdicas. En el territorio del alba, donde todo es posible, desde la verosimilitud de la fantasía a la increíble realidad de la inocencia, el poeta, sacerdote de la palabra sagrada, oficia el milagro. Comarca situada en algún lugar de la memoria, infierno o paraíso en donde pervive la bestia primigenia, serpiente o pájaro, tierra o fuego, ignorancia o conocimiento. El lector tiene la opción de elegir a través de la poesía entre lo divino y lo humano, entre la realidad y la ilusión, entre oriente y occidente, entre el Apocalipsis y el festejo. En esta posibilidad reside la importancia de la apología, de la defensa a ultranza del mito. Alzate Valencia posee la llave de este universo misterioso, y sin embargo, deja la puerta abierta.

En Apología de los dragones del poeta de la Ciudad del Ingrumá se manifiestan todas las opciones, todas las posibilidades del hombre. Aquí el albedrío es cosa cierta. Conrado Alzate eligió una de las dos interpretaciones del Dragón como símbolo, como arquetipo. Eligió la leyenda oriental, que en China y Japón alude a un dragón con poder espiritual, de conocimiento, arte, fuerza y cosecha. Un dragón alegre, carnavalesco. Un “personaje” fabulado que se sitúa en la infancia, en la lúdica de la primera edad. Poética, psicología, filosofía y religión entrelazadas. El inconsciente individual y colectivo (Jung) en favor de una percepción alejada del modelo platónico, al que occidente, especialmente la Iglesia, le da una interpretación de condena, relacionando lo divino y lo terrenal, para hablar del pecado, la culpa y la ruina. Conrado Alzate nos convoca en su intuición poética a decidir por la expiación, por la inocencia del hombre.
Imago o alegoría, el poeta abre la puerta de su obra de par en par, para que el viajante decida si entra o sigue de largo. Yo como lector he decidido entrar, y una vez adentro, entre las páginas de este libro maravilloso, he resuelto quedarme, para disfrutar de una palabra breve: “Sabio es abrir los labios sólo para decir lo justo”, una palabra mágica colmada de silencios, silfos, ondinas, de “espíritus nemorosos”. He decidido quedarme en la estancia fabulosa de este libro, no obstante la presencia de los mismos “Tigres del templo”. Y es que: “Para nosotros los tigres son inofensivos”, mientras que “Para otros, son el salto terrible de la muerte”. Irónica dualidad. Acaso el único poder del hombre consista en la capacidad de decidir, de escoger entre dos percepciones opuestas que, como mínimo, se le presentan en el cada instante de una cotidianidad sinuosa:

“Las estrellas son la brújula de los viajeros nocturnos.” (…)
“La noche ama las estrellas porque son los ojos del cielo.”

Un viaje por la ribera del río, por el recuerdo de los abuelos, su casa, que posee “el color opaco del olvido”, por la tierra en donde “espiga la llama dorada de los sueños”. “Cazadores visuales”, avanzamos por un paisaje pleno de miradas desde la sombra, “los espíritus del monte guían nuestro destino y ponen pensamientos dulces en nuestros labios”, porque “Desde tiempos inmemoriales estamos atados a la mitología y a los seres de este territorio”.
Extraña sencillez elabora esta palabra: “¿Para qué mover los labios / en procura del mejor adjetivo, / si la piel, los ojos y las manos / son una hoguera de voces y deseos?” Extraña sencillez profunda que se transforma en ternura, que es ternura. Podríamos decir que la palabra es al poeta como el poeta a la palabra, para significar esa congruencia entre el autor de este libro y su poética, ajena a todo artificio, a cualquier especulación retórica. Valencia Alzate prefiere transitar por la orilla riesgosa de una palabra despojada, casi directa, peligrosa manera de asumir la estética entre precipicios, sin caer, sin desbarrancarse. El poeta no sólo conserva el equilibrio, sino que nos invita a disfrutar de la tierra, de los ancestros, los amigos, las miradas ecológicas, los monólogos, los olvidos, las apologías del silencio: “En las noches damos gracias al poder del fuego, / al viento, al jaguar, a los salmones del río / y a todo lo que esta tierra nos brinda con amor. / Aquí la vida es sencilla como gotas de rocío”. (…)
La presencia recurrente del abuelo, figura que encarna la sabiduría, la seguridad y el calor del hogar, la nostalgia de la casa perdida en el tiempo, la infancia; la impotencia y la inutilidad de la poesía para recuperarla: “Daría mi vida por tenerla en pié, llena de afectos, / de cuadros, de muebles antiguos y de rezos. / Pero yo no puedo rehacer la casa con estos versos”. El amor por la tierra, por la naturaleza, enlazado a un sentimiento existencial, como al final de su poema, “Si yo fuera árbol”: “Sería un ser silencioso como los peñascos, / amigo de la soledad y de los espíritus montesinos. / Si yo fuera árbol, sería la morada florida de los pájaros.” Y el deseo de trascendencia, de posteridad, que anima a todo creador, consignado bellamente en el poema, “Un verso para el recuerdo”: “Yo sé que mañana, los poderes fríos y enigmáticos / de otro mundo, vendrán por mis huesos y mis órganos. / sé que todo lo mío partirá dócilmente tras el olvido. / Pero tal vez un verso se revele para salvar mi nombre / y se quede anclado en los cálidos labios del recuerdo.”
Con este libro, ganador del concurso departamental de poesía de Caldas, el poeta Conrado Alzate Valencia se inscribe dentro de la más alta vertiente de la poesía de su generación en Colombia, al lado de autores como Gabriel Arturo Castro, Nelson Romero Guzmán, Omar García Ramírez, Gonzalo Márquez Cristo, entre otros, quienes tienen en común una estética alejada de la épica belicista, pero comprometida con el pensamiento, la reflexión; con la tierra y la palabra misma, en tanto lugar de encuentro con el hombre.

Apología de los dragones. Conrado Alzate Valencia.
Concurso de Literatura Caldas, modalidad poesía.
Manizales, 2007.