domingo, 1 de noviembre de 2009


LA TENTACIÓN INCONCLUSA DE HELLMAN PARDO

Por: Hernando Guerra Tovar



Un sentimiento místico habita este libro de Hellman Pardo (Bogotá, Colombia, 1978). Oscura religiosidad que deslumbra y convoca la esencia espiritual del hombre, la certeza de la ilusión más perversa, “El no tiempo”. Lúcido clamor de quien elige el mundo en la disyuntiva de una eternidad que abruma: “No hay ramas no hay ramas de donde sostenerse / No tiempo.” Grito de quien prefiere asirse de la tierra, en el desesperado intento de evitar la caída en la trascendencia.

Como toda tentación deriva de la primera, corresponde preguntarse: ¿se consumó o no el pensamiento de separación, “la tentación de Eva” y con ésta el pecado y la gran culpa? El destello que formula Hellman Pardo en La tentación inconclusa (Colección los conjurados, Editorial Común presencia, 2008) es tal, que su dilucidación Heiddegeriana comporta el desmonte o consolidación de esas dos imágenes, conceptos significativos (dogmas) en la historia de la humanidad cristiana. Aquí el lector debe ir atento –toda poesía crítica reclama ésta actitud - , con sumo cuidado, con pies de plomo, con ojos de águila o de gato, porque de la lectura que haga depende la respuesta, y de ésta su paz o su desdicha, su muerte o su resurrección: “No falta el que se muere de ansias / el que se muerde la lengua / en tentación inconclusa”.

“Y puesto que la interpretación no es sino la posibilidad del error, al pretender que cierto grado de ceguera forma parte de la especificidad de toda literatura, reafirmamos también que la interpretación forma parte del texto, y éste de la interpretación” : congruencia o incongruencia entre el decir poético del autor y la percepción del lector, exigida por Hellman Pardo, al presentarnos un libro que, además de su alta factura lírica, incurre en una lúcida visión crítica del hombre y su entorno, y que lo ubica, al lado de Andrés Matías (Armenia, 1978), entre las más significativas voces de la reciente poesía colombiana.

La secuencia del libro, tanto en la forma, el contenido y la estructura conceptual, edifica un universo que se vale de la humanización de las cosas y del hombre, para sostener su iluminado propósito. Encontramos entonces un epígrafe, que reza:”La tentación de no ser lo que somos, / humanos inhumanos en el abismo del mundo”. Se abren así las puertas de sus apartados: “La humanidad de las cosas”, “La humanidad de ellas”, “Mi propia humanidad”, “Humanos inhumanos”, y, “El hombre”, que al decir de Amparo Inés Osorio, su prologuista, es la cúspide poética de este bello libro, ilustrado por el artista plástico Juan Diego Guzmán Tafur (Neiva, Colombia, 1974).

Mientras la ventana “conjetura un paisaje afuera”, nosotros miramos la ilusión, proyectamos nuestra tiniebla interior. Igual sucede ante el espejo: “Ante ti soy aquel que nunca he sido, / el hombre ciego que hace poco contempló la tierra / y que al partir se deshizo entre sus pieles”. El poeta advierte, en “La humanidad de las cosas”, la diferencia que existe entre la mirada limpia de éstas y la nuestra, contaminada de pensamientos falsos de separación. El tiempo no sólo transcurre “a lento tic-tac”, censura el mundo, y le hace decir al poeta en “La calle”: “- No te afanes, estoy de paso”. El tiempo con sus múltiples rostros: “El otoño”, “El invierno”, “la evocación”, “la muerte” Todo aquí está ligado a su poder irreductible, al sentirse pasajero de un sueño llamado vida, con sus paisajes, evocaciones, instantes, llantos, ciudades y objetos. En “La humanidad de ellas”, la terrible ilusión del tiempo y el espacio enfrenta al poeta y lo pone al borde del abismo: “Lejos, al borde de la furia / donde cabe un precipicio entero, / sin distancia”. (Múnich).

Tal vez el apartado más profundo, el de más hondo sentir sea “Mi propia humanidad”. Aquí el autor se enfrenta a su propio ser, a su dolor de luz, a la duda de su propia humanidad. La introspección constituye un inventario desde la sombra, una “Meditación nocturna” una “luz solar”, un “Oleaje”: “Para qué callar entonces / tanto amor a la deriva, / tanto río”; un “Partir al sur”, un “Camino interior” sin hombre bajo el viento del alba, desolado en el mar de la nada, frenético cuando la mano tiembla en eterna “Búsqueda”: “Vosotros, los que en una gruta te recostáis / de cansancio / Y templáis las piernas como anhelando sueño / Y llegado el viento / Os recogéis como niños en el abdomen, / ¿Sabéis hasta cuando dejará de doler?

En “Humanos inhumanos” el poeta nos refiere un “Mundo consumado” en el ser profundo del hombre: “Amar el mundo que llega con sus olas / y nos encalla al relámpago de la vida”. Es la aceptación hecha palabra. La declaración del vértigo. La conciencia de un hecho irremediable:”Temblar de frío cuando la lluvia desluce / este cuerpo que cargamos con nosotros / sin poder cambiar de forma, como el humo…” Algo inmutable habita en el ser que difiere del cuerpo. Encontramos en este bello poema una inquietud metafísica, que se desdobla o se enmascara, en ambigüedad lenta, ensimismada, en una suerte de paradoja poética, que se hace cara al lector, en sus ondulaciones de certeza y duda: “Amanecer a orillas de un río tranquilo / bajo la luz desnuda del poniente y desnudos / como cuando éramos simples animales / mirando sin deseo a la propia especie / y aún creyendo en el paraíso”: y el tiempo, el tiempo inexorable , el “desquiciado paso de los años”, principal invitado de este poemario, con su huella intacta, con su hambre de sueño, con la sombra que trasluce, con el juicio “De tanta infancia soportada”, que hace exclamar al poeta: “Ahora somos losas sucias y sepelios y lágrimas”.

En el último apartado, “El hombre”, el lenguaje adquiere una dimensión cifrada, acaso necesaria para la presentación de un decir poético que enmarca la verdad tantos siglos oculta, y que ahora se revela como luciérnaga en la tiniebla de un mundo silvestre repleto de silencio. Cambian el tono y la forma, la disposición de los versos se hace horizontal, intercalada, pero el tema no sólo se conserva sino que se hace recurrente, sobre todo en lo que concierne al tiempo o al “No tiempo”. La nada irrumpe aquí con su vacío, con su hueco colmado, en donde la palabra es una mosca en la ausencia, en la pregunta: “A dónde irá la palabra como la mosca / a colgarse”. Imágenes surrealistas tiñen de luto esta palabra, que a veces plantea una lúdica, un mecerse, un vaivén de forma y contenido, el hombre sin la esencia, el sin nada, latencia de la muerte: “Te lo pido sin súplicas y sin cuerpo en la sangre: no tiempo, no te mueras”.

jueves, 2 de julio de 2009

Emprender la noche, de José Zuleta


Por Hernando Guerra Tovar

José Zuleta Ortiz (Bogotá, 1960), nos muestra en su poética mundos diferentes, que sin embargo han estado ahí, al alcance de nuestros sentidos, de nuestra mirada, acaso empañada por otras urgencias, otros apetitos. Lejanos territorios de la cotidianidad más inmediata. Objetos cercanos, teñidos de una voluptuosidad desconocida, colmados de belleza nueva; distinto rostro del entorno familiar, paisaje inadvertido hecho presencia.

Asistimos en esta poesía a un itinerario por el envés de las cosas, el otro lado de los usos y costumbres, el redescubrimiento de regiones externas e internas del hombre, en su discurrir por la tierra que le es propia o ajena, según nuestra percepción, de acuerdo al lado y al lente desde el que lo abordemos. El verbo, limpio de los sedimentos de siglos de uso, desuso y maltrato, muestra ahora su identidad primigenia, intacta. La Antología Emprender la noche (Colección Los Conjurados, Común Presencia, 2008) es así, poéticamente, un llamado del autor para que busquemos en el sueño la vigilia de nuestros actos, del entorno, los motivos que habitan más allá de la apariencia, la verdad oculta, el fin y el propósito que impulsa todo acto, todo hecho, toda circunstancia.

Desde siempre el poeta se ha caracterizado por su condición de vidente, por el desarrollo de su capacidad de intuición, de la percepción atenta o verdadera, que linda en la sabiduría, en el conocimiento. Ortiz Zuleta asume en su palabra dicho propósito, en un lenguaje sencillo, alejado de cualquier posibilidad de estridencia o de retorica. A contario sensu, lo hace de una manera natural, como bien lo anuncia el también poeta y escritor Elkin Restrepo: “Por un don inestimable, a José Zuleta se le ha permitido hacer propia la magia natural de las cosas, sin artificios, ni retóricas intelectuales, que es lo que suele suceder entre nosotros” (…) Nos entrega así, “sus poemas claros, sensuales, espléndidos, aferrados a pequeños rituales y percepciones repentinas...” Miraremos, pues, con el lector, libro por libro, el contenido de esta obra, de un autor que se destaca como una de las voces originales, auténticas, de la poesía de su generación en Colombia:

“Las alas del súbdito” (Primer Premio Nacional de Poesía Carlos Héctor Trejos, Riosucio Caldas, 2002), constituye un recorrido por la sencillez, por la elementalidad de la vida. La paradoja de lo cotidiano enaltece el milagro del ser, en lo rural, en lo urbano. En el silencio. En el barullo. Las discretas costumbres de una región de belleza y riqueza invaluables, ignoradas por un Estado ciego y sordo, se vindican en este libro, que nos recuerda en un viaje por río a través de la selva, las contingencias del árbol que en su mágica presencia, cobra aquí sentido estético más allá de la posibilidad ética: “…se respira el agua…la balsa avanza. / Chaquiro, Sajo, Amarillo, Cedro, Tangare, / Comino, Flor Morado y Chanúl. / Tantos años erguidos; como casa de pájaros, / camino de ardillas, trapecio de micos, / sombras de orquídeas, / filtros de luz…” (Bocas de Satinga).
Y el contraste urbano lo aporta el anodino personaje “pregonero de abalorios, de ilusiones”, que después de una faena extenuante por la ciudad, como “súbdito de riquezas anónimas / (que) vende para pagar facturas ajenas. (…), llega por fin a su colina amada y “feliz: sabe que en algún lugar / de la estancia están esperándole las alas… / ahora podrá volar lejos del reino, lejos del vocerío, / y verá / desde lo alto el mundo, y hasta podrá quererlo. (Las alas del súbdito). Paisaje rural y urbano de un uni-verso que se redescubre en su contraste de oscura desidia, ante la aceptación de una alienación sin límite, en la dura modernidad que nos constriñe.

En “La línea de menta” (Colección Escala de Jacob, Universidad del Valle, 2005), la lúdica de los sentidos hace del fruto un festejo:”Avanzo por la tierra y sus fragancias, / siento las caderas dulces de los mangos, / los cascos cosidos con hilos blancos / en el costurero del mandarino. (…) El erotismo sutil de la palabra deriva en el entretanto del ocio que brinda la siesta, “el menú” del cuerpo hecho manjar del deseo: “Después de la prisa / de las prendas cayendo, / mariposas urgentes vuelan tu pecho”. Todo aquí convida al descanso, al solaz, a la contemplación de un mundo detenido en la pereza. Salvo el texto que nomina al poemario, la agenda del poeta y del poema es insustancial: “Viviría soñando…/ vagaría en duermevela / por libros claros, / por películas, / por cuadros rojos y amarillos, / por recetas perfumadas de hierbas. Sin embargo, entre esta despreocupación cercana al hedonismo, hay un lugar para recordar la tragedia del Raúl Gómez Jattin, su viaje intempestivo al encuentro con su progenitora. Y hay lugar, asimismo, a la trascendencia, a la mirada hecha visión, cuando Zuleta Ortiz observa el río del tiempo entre la lluvia, como en un prisma, en su recorrido por la exaltación de la fruta, para llegar a esta imagen bella y exultante: “sigo / ahora llueve / miro al fondo la montaña oscura / veo un río, / es una línea de menta que desciende.”

Tal vez la festiva despreocupación del libro que antecede haya sido necesaria en la arquitectura de la poética, de la secuencia lógica o arbitraria de la antología, hasta llegar a “Música para desplazados” (Premio Nacional de Poesía, Casa de Poesía Silva, 2003) en donde la convocatoria hecha bajo la irónica consigna “descanse en paz la guerra”, confronta la dolorosa “realidad” de una nación que se debate entre la insensatez de la violencia y la belleza inocua del poema. La dura pregunta de Höelderlin tiene respuesta en este poemario, cuando José Zuleta Ortiz consigna el hecho simple de un activismo cívico, fundado en la palabra, alejado del ataque, como corresponde al ser inteligente que no ignora las verdaderas “razones” del flagelo, del maridaje de una aristocracia rancia y corrupta, postrada, genuflexa ante poderes del “otro lado” del mar y del sueño. Entonces todo fluye y confluye. El río no sólo lleva muertos, lleva también la vida con destino al hombre citadino. No sólo lleva el cadáver del árbol milenario, transporta así mismo el alimento, es decir la paz, porque la paz, amigo lector, comienza en el estomago.

“En el andén de la Galería Alameda”, el poeta describe la atroz intermediación en el comercio de los frutos, el destino final de “tantas semanas de paciente labranza, (…). Este poema, bello en su singular desgarramiento, canta una “realidad” que se nutre de la indiferencia de quienes fungen un poder oscuro, de intereses mezquinos, podridos como aquellos frutos que no resisten los embates del clima, y la displicencia del sistema: “Derrotados en la guerra del andén, / sin los encargos de los hijos, / ni el corte de género para ella, / ni la funda nueva del machete, / suben al techo del bus de escalera, / para volver al monte azul donde / la vida es una guerra perdida.”

El campo, representado en los objetos de labranza, exhibidos en su belleza intacta, “En el almacén agrícola”, en “La siesta azul de las herramientas”. Los olores, la fragancia de un pueblo honesto, trabajador. Y “El expreso del sol”: evocación poética, con el sutil llamado, con la propuesta implícita: “Un tren haría todo más fácil.” Quienes tuvimos la fortuna de viajar en este legendario “expreso”, entre La Dorada y Santa Marta, sabemos de un país bello, que no sólo se viste del paisaje de la guerra: “También están los ríos y los puentes, / los peñascos, los túneles, / el mar, la carga y el muelle ferroviario / estás tú allá y yo aquí, / sólo falta el tren para rodar por la escalera dormida, para mirar por la ventanilla la fuga de los árboles (…). Los mismos árboles del bello poema, donde confluyen todos los milagros: la lluvia, el pájaro, el nido, “el peregrino en su sombra”, “el agua en la savia certeza de su sangre”. El árbol de la intemperie, de la noche, del frío, del rayo, de la tormenta. El árbol en el que “el fruto se tiñe de colores maduros”. Ah, los Árboles: en el silencio de su serena majestad habita un canto”.

“Mirar otro mar”, (Hombre nuevo Editores, 2006), es la celebración del goce por la vida. “Rueda sin rumbo la noche…” La alegría como motivo poético. Un delicioso erotismo recorre estos poemas. La mujer y la gastronomía se mezclan en una receta, en donde la comida de mar, las frutas y los aderezos, extienden por la página olores, sabores, exquisiteces; alcoholes en infinitas rondas de roces, risas, alas. Los nombres de los poemas hablan por sí solos: “Hambre”, “Otra ronda”, “La mujer de enfrente”, “Lo de la vecina”, “Cantar dentro de ti”, “Una cerveza en la Habana”, “Seducción”, “3 A.M.” “5.30 A.M.” “Como los ángeles”, “Placer glaciar”, “Motel Santa Bárbara”, “Tinta Roja”, “Intensidad”, “A la intemperie” “Insectos”“Visita conyugal”, “Apetitos varios”.

Sí, los títulos de los textos hablan por ellos mismos. Mas, he ahí uno de los encantos de este libro. El poeta sabe de la predisposición del lector. Algo así como una intuición psicológica. Lo cierto es que al abrir el poema, al asumirlo, nos damos cuenta del subterfugio estilístico: en “Hambre” hay un pre-texto culinario, una rica preparación de pescado con los ingredientes de la mejor cocina, que activan las papilas del gusto, para concluir con el siguiente verso, no exento de humor y coquetería: “sólo tú me apeteces”. En “Lo de la vecina” el asunto se resuelve en que hay un árbol que todas las noches, generosamente, deja caer sus frutos de piel roja y carne amarilla, sobre el prado de la vecina. Sólo basta “inclinarse y tomar en la mano la paz de la fruta”. “Cantar dentro de ti”, es otro ejemplo de cómo el autor se apropia del alcance semántico de la fruta, su magia, su deleite, para trasladarlo a la escena erótica: “Lo mejor de ti son tus silencios: / espera de mango, / distancia de naranja, (…) “Ver tus manjares intactos”, / tu hambre, (…) El poema “3 A.M.”, es un juego en el que el poeta compara un electrodoméstico con el ser deseado: “cruzo el umbral… / entreveo su blanca presencia, deseo entrar en ella, / sentir sus aromas, guío palpando mi mano hasta el secreto, (…) Al final de este insomnio sugerente, el poeta, ya de nuevo en la cama, se pregunta si habrá dejado la puerta abierta.

Hay una segunda parte de “Mirar otro mar”, en la que el poeta vuelve la mirada hacia la región del pacífico. Poemas como “Tumaco”,” “Mulatos”, “Boceto con pelícanos”, “En el alto Atrato” “Ensenada de Utría”, “Bajo San Juan”, “Bahía Solano”, “Isaura vuelve a casa”, acaso sustentan el título del poemario en tanto constituyen un intento del poeta por rescatar esta rica región, saqueada a la par que ignorada por siglos: “Abarcos, Natos, Zapanes, / Caobos y Chaquiros / abatidos. (…) (Bajo San Juan); “En el caney y el bulevar / marineros rojos bailan con negras de colores” (Isaura vuelve a casa).Es una denuncia de la sobreexplotación de los recursos y de la indiferencia de un Estado centralista, indolente, corrupto. Es asimismo la exaltación de una raza que vive en la alegría de sus raíces, de sus rituales, de la danza traída de África, y de la poesía que crece silvestre en su bella y vasta geografía: “Leve como la fragancia del agua. / Nueva, como el aire en la sangre. / El hombre de los instantes, supo: / la belleza es fuego que llama, / es la hoja que vibra en el bosque”. (Epitalamio).

El último libro de esta Antología, que contiene la obra poética hasta ahora publicada por José Zuleta Ortiz, “Las manos de la noche”, segundo premio en el concurso internacional de Poesía de la Universidad San Buenaventura en 2007, contiene ocho textos, como anticipo de la publicación del libro por parte de la Universidad Nacional de Bogotá, en la Colección Viernes de Poesía que impulsa el profesor Fabio Jurado Valencia, cuya presentación se hizo el pasado 19 de marzo de este año, en el marco del día Mundial de la Poesía que convocan y organizan cada año Común Presencia Editores y el periódico virtual Con-fabulación, poemas que mantienen la unidad temática y de tono del contexto de la obra del autor aquí reseñada: “Hace años / las ardillas viajaban / de la costa atlántica / a la costa pacífica, / de rama en rama / sin bajar al suelo. / Era cuando los árboles estaban tomados de las manos / jugando a la ronda de los bosques. (Tomados de la mano)
“Emprender la noche”, un acierto estético. José Zuleta Ortiz, “cazador de instantes”, una voz diferente que refresca la poética colombiana, a la vez que indaga y señala otras regiones de la geografía y del pensamiento; derroteros preferibles, más humanos, para la tierra, el hombre y su palabra. Otra mirada, otro mar, otras posibilidades en un país en donde la ceguera y el autismo de la dirigencia, constituyen el “Padre nuestro” de cada día.

lunes, 13 de abril de 2009

Las 101 mejores películas de la historia

Gran encuesta de Con-Fabulación entre 2.120 artistas, intelectuales

y cinéfilos del mundo



1. Tiempos Modernos (Charles Chaplin): 317 votos

2. Ciudadano Kane (Orson Welles): 298

3. Ladrón de bicicletas (Vitorio De Sica): 255

4. Ocho y medio (Federico Fellini): 227

5. Novecento (Bernardo Bertolucci): 208

6. El acorazado Potemkin (Serguei Eisenstein): 206

7. La naranja mecánica (Stanley Kubrick): 199

8. Séptimo sello (Ingmar Bergman): 195

9. Quimera del oro (Charles Chaplin): 189

10. 2001, Odisea del espacio (Stanley Kubrick): 184

11. Blade runner (Ridley Scott): 181

12. Rashomon (Akira Kurosawa): 172

13. Los 400 golpes (François Truffaut): 164

14. El Fantasma de la libertad (Luis Buñuel): 157

15. El Padrino (Francis Ford Coppola): 152

16. Casablanca (Michael Curtiz): 151

17. El pasajero (Michelangelo Antonioni): 146

18. La Strada (Federico Fellini): 141

19. El último tango en París (Bernardo Bertolucci): 138

20. Fresas salvajes (Ingmar Bergman): 136

21. Psicosis (Alfred Hitchcock): 131

22. Solaris (Andrei Tarkovski): 122

23. Érase una vez en América (Sergio Leone): 119

24. Gritos y susurros (Ingmar Bergman): 118

25. Los pájaros (Alfred Hitchcock): 114

26. Blow up (Michelangelo Antonioni): 113

27. Metrópolis (Fritz Lang): 110

28. El inquilino (Roman Polanski): 109

29. Aguirre la ira de dios (Werner Herzog): 108

30. Teorema (Pier Paolo Pasolini): 108

31. Sin aliento (Jean Luc Godard): 107

32. Los infantes del paraíso (Marcel Carné): 106

33. Portero de noche (Liliana Cavani): 105

34. Trilogía de los colores (Krzysztof Kieslowski): 105

35. Midnight Cowboy (John Schelsinger): 104

36. El discreto encanto de la burguesía (Luis Buñuel): 103

37. Trilogía de Apu (Satyajit Ray): 102

38. Ordet: La palabra (Carl Dreyer): 102

39. Gatopardo (Luchino Visconti): 101

40. Nosferatu (F.W. Murnau): 101

41. La pared (Alan Parker): 101

42. Amarcord (Federico Fellini): 100

43. Luces de la ciudad (Charles Chaplin): 99

44. El imperio de los sentidos (Nagisa Oshima): 98

45. El ángel exterminador (Luis Buñuel): 98

46. La luna (Bernardo Bertolucci): 97

47. La gran ilusión (Renoir): 96

48. Los duelistas (Ridley Scott): 95

49. Machuca (Andrés Wood): 94

50. Betty Blue (Jean Jacques Beineix): 94

51. Roma, ciudad abierta (Roberto Rosellini): 93

52. El baile (Ettore Scola): 93

53. La vida es bella (Roberto Benigni): 92

54. Fitzcarraldo (Werner Herzog): 90

55. Cantando bajo la lluvia (Donen y Kelly): 90

56. Pulp Fiction (Quentin Tarantino): 89

57. Lo que el viento se llevó (Víctor Fleming): 88

58. Manhattan (Woody Allen): 87

59. Crash (David Cronenberg): 86

60. Apocalypse now (Francis Ford Coppola): 85

61. Sunset Boulevard (Billy Wilder): 84

62. Intolerancia (David Griffith): 83

63. Mago de Oz (Víctor Fleming): 82

64. If (Lindsay Anderson): 81

65. Ser o no ser (Ernst Lubitsch): 80

66. Siete bellezas (Lina Wertmüller): 79

67. Los rapaces (Erich Von Stroheim): 78

68. Brazil (Terry Gilliam): 78

69. La lengua de las mariposas (José Luis Cuerda): 78

70. Sur (Fernando Solanas): 77

71. Hombre muerto (Jim Jarmush): 76

72. El año pasado en Marienbad (Alain Resnais): 75

73. El Decamerón (Pier Paolo Pasolini): 74

74. La diligencia (John Ford): 74

75. El ansia (Tony Scott): 73

76. Con faldas y a lo loco (Wilder) 72

77. El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene): 71

78. Trenes rigurosamente vigilados (Jiri Menzel): 71

79. El sirviente (Joseph Losey): 70

80. Kagemusha (Akira Kurosawa): 69

81. El matrimonio de María Braun (Rainer W. Fasbinder): 68

82. La mirada de Ulises (Theo Angelopoulos): 68

83. El navegante (Buster Keaton): 67

84. Heavy metal (Gerald Potterton): 66

85. La lista de Schindler (Steven Spielberg): 65

86. Cuentos de Tokio (Yasujiro Ozu): 65

87. Pixote (Héctor Babenco): 65

88. Rompiendo las olas (Lars Von Trier): 64

89. El ángel azul (Josef Von Strenberg): 63

90. Ana y los lobos (Carlos Saura): 62

91. Salón Kitty (Tinto Brass): 61

92. El graduado (Mike Nichols): 61

93. La fiesta inolvidable (Blake Edwards): 60

94. El tambor de hojalata (Volker Schlöndorff): 59

95. Gato Fritz (Ralph Bashki): 59

96. Perros de paja (Sam Peckinpah): 58

97. El show debe seguir (Bob Fosse): 57

98. Tan lejos, tan cerca (Wim Wenders): 56

99. Nido de ratas (Elia Kazan): 55

100. Lugar sin límites (Arturo Ripstein): 54

101. Cuentos de la luna pálida (Kenji Mizoguchi): 54





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viernes, 3 de abril de 2009

Consumaciones, de Julio César Arciniegas Moscoso




Por Hernando Guerra Tovar

Acceder a la poética de Julio César Arciniegas Moscoso (Rovira, Tolima, 1951), no es tarea fácil. Desde “Números hay sobre los templos” (2003) y “Abreviatura del Árbol” (Premio Nacional Casa de Poesía Porfirio Barba Jacob, 2007), el autor ha logrado entretejer un lenguaje del tal virtud, que hace de su obra una de las más interesantes de los últimos años en Colombia, en tanto la calidad de sus imágenes, la hondura, la reflexión, y esa clave, ese misterio, el intrincado manejo de los recursos estilísticos, en donde se denota un paciente trabajo de decantación, de búsqueda interior, que “obliga” al lector a una mirada atenta, con el consiguiente goce y plenitud espiritual, elementos que vindican el quehacer literario en un momento en que tantos “poetas” se pierden en el facilismo, la epidermis o la vana ostentación erudita, para no hablar de quienes confunden el ejercicio poético con el lugar de la bufonesca.

El lector honesto y comprometido, siente un renovado placer en allanar el complicado tejido de esta palabra cercana al surrealismo, caer en su precipicio de certezas, vislumbrar las raíces que pueblan de destellos y milagros la más profunda oscuridad de su silencio, independiente del resultado pragmático, es decir, sin importar que al final no se logre desentrañar el sentido o propósito de la palabra contenida en “Consumaciones”(Colección Escala de Jacob, Universidad del Valle,2008), porque de ese recorrido solitario por los predios de la grandeza de sus imágenes, de sus metáforas, surge una alegría y felicidad tan altas, que comprometen al ser integral del lector en una suerte de experiencia mágica, de realización interior, de placer profundo. La palabra poética, antes de comunicación, comporta disfrute, deleite, exaltación de los sentidos, experiencia vital. De este hallazgo, habla el poeta Arciniegas Moscoso en su poema “Hendiduras:


Encuentro la luz revelada entre las hendiduras,
bellamente construida como llave o un feudo de sol.


De las premisas en las que el poeta nos advierte que “la flor es el descuido de una ley” y que “el árbol es toda la herida del mundo finalizada la adivinación del aire”, contenidas en las dos obras anteriores, se llega a “Consumaciones”, en donde el autor nos revela esta hermosa y a la vez dolorosa imagen: “Mientras la tarde se toma el cuerpo de mi padre, / él penetra a un universo esquivo, / como un viejo ángel que no sabe de su materia”, para significar la continuidad en la temática y el tono, un camino que recorre lentamente a través de la poesía de valía ascendente, y que llega a un nivel en donde el padre, “que no conoció otro saber que la certeza de las raíces” (…) es motivo a la vez de abrazo en lo telúrico, restitución de y a la materia ignorada y consumación de un sueño en que valoración y evocación se unen en la nostalgia de la partida:

Su despedida sucedió a mitad de los caminos,
aquellos que varían entre dos hileras de árboles,
junto a la intemperie, a la cavidad del hueso,
al cuerpo avasallado, y a la amnesia
como un agua maldita.

En este libro, el poeta como sacerdote, asume una realidad dual. Los dioses lo han dotado de unas condiciones especiales que le permiten realizar su propósito de guía espiritual de los pueblos, en el mejor sentido de Höelderlin, Blake, Nerval o Tagore, reduciendo el riesgo de la caída en su andar, en la inmersión por las profundidades del ser del hombre y de las cosas, en su trasegar por la aridez del sueño humano, del desvarío, de la noche profunda que es abismo, o del ascender a cimas no reveladas, ignotas, en donde habita el fantasma de la ilusión, de la utopía arropada de fuego: “Le pusieron alas ligeras, / dos espacios abstractos, ojos abisales, / una forma de fresco abismo, / lo vistieron de abatimiento, de vientre oscuro, / de acento, de glacial y de sombra”. (…) Y, es ésta posibilidad –Arciniegas la disfruta, además, en su doble sentir de poeta y trabajador de la tierra- , la que le permite ahondar en el contenido de la historia, del rumor que deja el paso del hombre o de la bestia, con sus construcciones de templos cimentados en el horror, del silencio, de la oración que convoca los elementales de “la cal, el agua y la escoria triturada” como argamasa que fija el derrotero del hombre hacia el “embargo” de la muerte, “porque la muerte y la semilla de la flor / siempre van juntas, / desde que las hadas danzaban alrededor / de las viejas piedras, del primer mundo, el del elíxir de las fuerzas de Dios, / de la labranza, cuando los árboles tenían lengua / y contaban cosas sencillas”.

Acaso el hombre, predador multiforme, no logre detener ni detenerse en la “geografía” de su sueño avasallante, de la guerra por la guerra, y como la polilla, continúe “en la mudanza del universo y la compulsión de las tiranías”. Una palabra solidaria en la lucidez de la caída, del fragor terco, inevitable, de la miseria que conmina al desastre, al alimento de la escoria, al despojo ineludible, de las migajas arrebatadas con mano firme y alma temblorosa, surge entonces como paliativo en este devenir de espanto. El poeta sabe, y así se lo dice al lector como una posibilidad de siembra, al formular la pregunta que lleva implícita la respuesta cálida de esperanza, de cosecha, tal vez de sosiego, luego de reconocer la filiación de la tragedia en el horror de la barbarie, que sólo la poesía nos puede salvar de la consumación de la condena: “¿Sin la palabra dónde viviríamos? / ¿En las landas salvajes de los infortunados, / los perseguidos y los proscritos? / ¿En los anfiteatros donde toda rebelión es sorda? Y puntualiza con otra pregunta-afirmación todavía más elocuente, quizás más acertada que la bala que busca el blanco entre la profunda oscuridad del fuego: ¿Qué es el guerrero sino una conjunción del verbo?
Apéndices, profecías, lengua de los átomos, consumaciones. Palabras que advierten la hecatombe, palabras dirigidas a quienes fungen y detentan el más sórdido poder, el de “las monedas hijas del saqueo”, el “del borde de la revelación del agua”, el de “la soledad apostada de los genocidios”, con el deterioro acelerado de los ocasos, de la contaminación del sueño, y toda desgracia de patologías de la mal llamada modernidad del ahora, del aquí, del albañal y la cloaca:

Quién sino la guerra se detiene a ver
el viento de estas tierras que lo dan todo.
Uno jamás dimensiona las cargas que dan
caminos de sangre.

Oscuro habitante de la tierra “con la flor del sol sobre el cuello”, Arciniegas sabe de su doble propósito, de su doble condición de Poeta y Arte-sano del surco, de la siembra, de la cosecha del signo como fruto. “Ella, (la tierra) lo sustrae del escándalo de la sed, padeciendo el milagro de la esperanza y no el riesgo de la renuncia”. Entonces el signo, el acento, el invierno, la alzada, la sed, la montaña, el aroma y la aldea, se conjugan en la posibilidad del asombro, en la parcela infinita de las visiones, en el compromiso ineludible con el hombre: “algo fundado entre dos orillas permanece” y es que entre el monótono zumbido de dos moscas que oscilan de derecha a izquierda sobre el eje de un centro siempre evasivo, descreído del paraíso contaminado por los instintos de la sangre, del “riguroso infierno”, en la algarabía de las religiones y sus dogmas, de las leyes del cambio esputando miseria y bala, en la “tortura flagelante” de fieles y paganos, de civiles alelados, Arciniegas es consciente de su lealtad a la palabra poética, rara fidelidad aun la certeza de un cielo negado, de las puertas cerradas, de las mentiras del tiempo, de los fundamentalismos, de las lecturas ajadas, del símbolo y el signo de ideologías venidas a menos, de las confesiones en la fría noche de los desvelos del espíritu, para establecer la dura o feliz confirmación de su estado incólume: “Sólo pudieron salvarme los iluminadores incendios de mis consumaciones”.

Si “lo bello es gozo para siempre” (John Keats), Julio César Arciniegas Moscoso canta desde ya a la posteridad intacta, en la belleza de su amada, de su poética y de su aldea; las tres fundidas en el hechizo del poema:

No estoy seguro si la belleza se escribe
pero a través de mis letras se cumplen tus formas,
los humos de tu voz, la gracia de tu acento,
el extraño equilibrio de tus pies desnudos.

jueves, 19 de febrero de 2009

SENDERO DE LA NOCHE


POR FREDY GALVIS CIFUENTES

Revista Común Presencia 19

Las calles inconclusas, heridas, desplomadas, aquellas que sólo vislumbran el descenso, constituyen la geografía poética de Sombra embestida, un alfabeto de condenas sucintas en el que el poeta colombiano Hernando Guerra (Armero 1954), le apuesta al encuentro con la serpiente, con el miedo, con los fantasmas que nos habitan. Las posibilidades cromáticas de este escenario develan el sendero hacia la elección: “de los escombros elige el que te guste. Sólo tú sabes el color de tu miseria”. La bruma habita incesante, sus rostros poseen el secreto y el poeta errante interroga los escombros, con la certidumbre de que tal vez allí halle el asombro.

El título sugiere el hallazgo impetuoso con la sombra en una escena de existencialismo trágico. Los espacios conducen a la condena y el poema interroga al momento:

La noche, la soga, el cuchillo, el poema.
La sombra, el nudo, el filo, la palabra.
Si condenados a morir, ¿importa el verdugo?

“Hernando Guerra tiene la sabiduría de crear un “miedo universal” sin formas ni límites”, dice Juan Ruíz de Torres en el prólogo. Y es que el poeta socava los caminos en los que la única presencia es la bruma: tal vez sea el miedo el quinto punto cardinal hacia el que el hombre, extraviado y lleno de vacío, se dirige. Thanatos no es el final, es la senda del errante en cuanto “pasajero del cosmos dispuesto a descender en la estación de la estrella apagada”. El sueño –Hypnos - , gemelo de la muerte en la mitología griega, acompaña este transitar, en el que cada paso es argumento en la necesidad del asombro, de la fuga, de la nostalgia del alma que anhela saborear el abismo y saberse habitante de la dicha intacta:

Descendemos por la noche erizada hasta el fondo del
abismo, para sacar a flote un laberinto, quizá el asombro.

El sueño es uno de los lados de la esquina, aquél que desconoce la vigilia y la elección del poeta. Sólo en el sueño se des-cubre lo que el otro lado encubre, pues al recorrer las vías de la sombra y de la duda existe la posibilidad de lo arcano que limpia la bruma. No se trata de indiferencia entre los lados pues, en últimas, están unidos; de lo que se trata es de buscar en otros caminos las razones que justifiquen la incertidumbre de la existencia. La vigilia es el marco del ensayo, de la explicación, de la certeza; el sueño lo es de la poesía, de la pregunta, de la seducción. El poeta elige la luz de la noche, elige, al igual que el título de su anterior poemario, la ciega luz.

La noche nos presta sus alas en la fuga por los
espacios azules del sueño, pero la luz de la vigilia
nos hace de nuevo prisioneros, nos amputa el vuelo,
nos llena la boca de silencio.

El escenario de la devastación lo constituye la ciudad en cuanto espacio de muerte y profanación; allí, donde surge el progreso deviene el crimen. Entonces constatamos que el gris acompaña la soledad, la niebla, el incesante vagar y el inexorable retorno el final. Sólo allí donde el hombre busca a alguien que lo nombre, donde marcha solo entre la gente, se sabe residente del rojo, de la mano que acaricia violentamente y de los surcos de las lágrimas, que han borrado rostro y máscara. Calles y avenidas exhalan huellas de los errantes, de aquellos que se buscan. Versos como los siguientes confirman las llagas avivadas: cruzamos la noche por calles inconclusas; desde el primer poema exiliados en esta ciudad que se desploma; la ciudad cambia de nombre, se pierde con nosotros calle abajo; no hay lugar, ni deseo ni sueño. Sólo esta avenida sin distancia. Esta calle de polvo que desciende; calles de todos los colores rumbo al abismo. Y mucho más intenso es el poema Ciudad:

Quien camina a nuestro lado, ¿qué crimen cometió hace un instante?

En la desolación permanece el arcano del silencio., el viento. Su presencia universal trae noticias, no obstante “nada dice el viento que lo sabe todo, porque nadie pregunta y todo calla”; el poeta está llamado a interrogarlo. Este elemento, transeúnte del mundo que arrecia o susurra, contiene en su vientre los gritos de todas las edades, el lenguaje de todos los pueblos, todas las noches de expiación, todas las palabras que tejen poesía, todo el silencio de Sombra embestida.

domingo, 1 de febrero de 2009

Festín entre fantasmas de Esperanza Carvajal Gallego




Por Hernando Guerra Tovar


En el libro de la poeta colombiana Esperanza Carvajal Gallego (Palocabildo, Tolima, 1964), el fantasma, forastero de este mundo, muestra su imagen des-leída, nos observa desnudos, averigua nuestros secretos, repasa cada detalle del sueño y la vigilia, en los confines de una existencia en que, “Hemos recostado / la cabeza en el naufragio.” Acaso sabe el fantasma que el tiempo se necesita de este lado como recurso de aprendizaje, que una vez cumplido este propósito sobreviene el regreso, para volver con una nueva misión, y así por siglos en la rueda de Samsara, o como dijera Orfeo, en el “abismo de las generaciones.”, hasta el logro de la iluminación. Del otro lado, en la otra orilla, ¿qué advierte el fantasma? La poeta intuye su conocimiento y pregunta: “Cuéntanos si hay otra manera / de nombrar las cosas / en esa orilla / que nos prometieron alcanzar.” Porque “Qué puede haber de eterno / en las cosas que nos rigen, / o somos nosotros / los que regimos los instantes.”

El tiempo y la eternidad son los fantasmas mayores en la poética de Esperanza Carvajal. Sus primeros libros lo anuncian desde el título mismo: “El perfil de la memoria”; “Las trampas del instante.” Pero es en este, su tercer poemario, donde la poeta encara con mayor rigor el tema del devenir y de la inmutabilidad: el tiempo y la luz; tánatos y el tiempo; el tiempo onírico; la cuidad interior y el tiempo; la hora propicia del crimen en la alta noche; el tiempo y la expiación; el fruto y el tiempo; las cadenas del tiempo; los oficios del tiempo; el tiempo y la huida; el puerto en el tiempo; el tiempo ulcerado; la intemperie del tiempo; el tiempo y la libertad; el exilio y el tiempo; el tiempo sin el tiempo. El pasado –tradición, memoria y recuerdo- como cadena de dolor y sufrimiento, en perjuicio de la sustancia del vivir:

“Cada quien arrastra sus cadenas
y no hay tiempo
de comparecer ante la vida” (…)

La eternidad se presenta en este libro desde una mirada de escepticismo no exento de ironía y desencanto. Una manifiesta resistencia a aceptar las heridas existenciales como punto de encuentro entre la hora y el misterio de una promesa incierta. Como buena poeta, Carvajal Gallego resuelve esta duda en interrogante que es videncia:

“¿Pero a qué cosas
se tiene derecho
cuando la memoria porfía
atrapar el instante?” (…)

Su profunda inquietud metafísica toma forma en cada texto en imágenes desgarradas, en donde el “otro” es necesidad reconocida, urgente: “Me tiendo en el costado / más temible de la noche / y reconozco el tiempo / en la sed de los espejos.”, anuncia en su poema “Teorema”. Y prosigue: “Escrito está: / soy el tiempo que se quema / y la luz que lo consagra.” Tiempo y eternidad, luz y sombra, premio y castigo: “Dicho sea: / Condenados están al tiempo y a la sed. / La luz, / me la reservo.” Un determinismo trágico convoca igualmente esta poética. Herencia milenaria en la “palabra ciega”, en el dolor que causa la conciencia del ser, el reino incendiado de la errancia, donde el fuego es actor y testigo, arte y parte de una existencia en llamas: “Cuántas cosas se dejan al camino / cuántas palabras encienden / la furia en las praderas (…).

La noche es el lugar en donde Esperanza Carvajal Gallego desata sus fantasmas, sus poemas, en el festín de la soledad que apura, como fuerte licor, en espiral de fuego y viento. La etérea figura del forastero recorre sus predios, entra y sale del sueño, asciende y desciende su escalera, visita la pesadilla, esconde la luz, alza el cáliz de la desesperanza en sus rincones, puebla, en fin, este universo de tiniebla con su presencia vaporosa. Y la poeta recorre con el fantasma, su invitado, estos territorios en donde el sueño, la pesadilla, el crimen, el homicidio se convocan, porque todo es posible en el reino de la sombra. Así, aunque parezca una dicotomía, la noche, paciente y generosa, le brinda refugio y placer: “Sólo la noche no se cansa de abrir sus brazos / donde convergen las horas de placer y de dolor.” La escalera, su peldaño incierto entre la bruma, la huella de un milagro inconcluso, el sigilo y la huida, y el dolor siempre presente, el dolor de la conciencia como luz injuriada.

Desde la más profunda interioridad brota esta poesía colmada de ausencia y soledad. La partida del ser querido y su dolor, hacen más hondo este silencio, trascendido en milagro. Si “La vida significa para nosotros un constante transformar en luz y llamas todo cuanto somos o nos sale al encuentro” (Nietzsche), la propuesta estética de Esperanza Carvajal en Festín entre fantasmas es consecuente y consistente con el más caro propósito de toda poética. Aquí se dan los presupuestos necesarios, vitales, para hablar de una expiación a través de la palabra: “Sólo a los ángeles caídos / les asiste el derecho de la perfección”, dice la autora, y ya nada nos sorprende:

“Algo esconde la eternidad
tal vez pronto
lleguemos a saberlo”


Esperanza Carvajal Gallego
Festín entre fantasmas
Editorial La serpiente emplumada
Bogotá 2008

Obras de mampostería de Nelson Romero Guzmán


Por Hernando Guerra Tovar


La poesía es edificante. Misión del poeta es construir, y crear consiste en el lento hacer. El tiempo talla la piedra, la pule, la limpia y decanta para la obra, pero el tiempo cabe y no cabe en la eternidad. El tiempo y la eternidad se atraen y se repelen, así como hay lugar y distancia entre el sueño y la vigilia, entre la flor y la guerra, o entre la puntilla y la flor. El tiempo pertenece al reino de lo irreal, no al de lo invisible. “Dios en lo visible remedia la afrenta a sangre y fuego.” Pero, “¿Dios es real porque no existe?” Percibir la “flor secreta” que los mamposteros han diseñado con “la argamasa de las invisibilidades”, a la luz de “estrellas rotas”, se hace visión, y entonces la argamasa pega. Pero el poeta debe ser cuidadoso, mesurado en el uso y tratamiento de la piedra. De no hacer así, podría construir un precipicio, un muro impenetrable, o hendiduras de la luz por donde nadie puede entrar. Además, la piedra, materia prima, escasea. No es cierto que la palabra poética abunde como la arena, como tampoco toda arena es. De ahí la importancia del ahorro y del arte de la mezcla, la argamasa, el decir poético. Por ejemplo el adjetivo, que sólo es eso, accesorio, nunca es viga, y casi siempre sobra. Pasa igual con el verbo. Vemos a los poetas a la orilla del río, en verano, buscando el verbo preciso, el que encaje en la columna, el que sea columna misma. Y pasan muchos veranos con sus lunas y peces y flores, sin que el buscador halle tal piedra. Mientras, el río ya no es y el poeta tampoco. Entonces Heráclito El Oscuro ríe de su río en la luz de la eternidad sombría, porque no encontrar la piedra indicada, es no tener cimientos.

En Obras de Mampostería Nelson Romero Guzmán asume otra vez, como ya nos tiene acostumbrados, el oficio de poeta, es decir de constructor, de creador. Este es un poemario edificante. Su obra está bien hecha. Los cimientos, las vigas y columnas, tienen los materiales necesarios. Ni más ni menos. La justa medida en la piedra, el agua, la arena, el cemento y el metal. El conjuro. La plomada. La solidez consiste, precisamente, en el equilibrio que dan el oído y la visión acoplados. Todos los sentidos acoplados: “los cinco rencores de los cinco sentidos, / las cinco crueldades del cuerpo, / los cinco animales enjaulados / hacen verdaderas las piedras y los muros.” La puntilla clavada en la flor no es un accidente, es un acierto: “eso es deseo, hecho misterio…” Con varillas y puntillas de percepción se logra la estructura: “No veo el alba / veo un caballo blanco / aquí, donde grandes mariposas con cuernos, / húmedas / velludas / depositan el huevo del día” Esta percepción atenta, hecha visión, constituye terreno seguro para la arquitectura del lenguaje poético. De un mundo visible, el de la tensión, en donde “el Iluminado y el Oscuro se enemistaron por una rosa”, se pasa a un mundo invisible paralelo, en el que “no se borra el rastro de lo que pudo haber sido y allí estuvo”. Las guayabas se transportan desde el país de lo fantasmagórico en cajas apuntilladas, fuertemente amarradas con cables acerados, para que durante el viaje no se vuelvan irreales pero, aun esta previsión, no deja de observarse en la piel de las frutas “el hambriento mordisco del otro lado.”

Crece la hierba en la mirada del poeta, el monte como palabra, el cadáver del alfabeto entre las piedras, la palabra al-ba-ñil pegada con argamasa, el idioma remendado en los ojos de una lagartija. Todo entre las piedras. El poeta no quiere despertar del sueño de ser piedra entre las piedras porque desde allí, desde ese lugar que es la palabra, el paisaje luce, es, alcanza una nueva visión, extraña visión que alucina: oye la respiración de los árboles, “cuando los mueve la inmensa rueda del cielo”, el agua adquiere visos o notas musicales, se vuelve virgen que el hombre no mira, no adora como tal, sino que confunde con la Proserpina seductora de los alucinados, de los seres del inframundo. “Un paisaje no visto, recién llegados (nosotros) de lo visto”. Desaparece la frontera entre lo real y lo irreal, entre lo visible y lo invisible, desaparece el tiempo, que ahora es una ilusión, que siempre ha sido ilusión porque nunca ha existido: “o Dios haciendo visible de esa forma / las paralelas de su ilusión”. Los mamposteros conspiran en la trampa, en el ocultamiento, quieren hacer invisible la guerra, “pero ella es cada vez más visible.”

Existencialismo, fenomenología, escepticismo, chamanismo, magia, percepción poética. Uno imagina a Sartre y a Berkeley; a Husserl y a Descartes; a Hume, a Kasper, a Heidegger, a Parménides de Elea, a Pyrro de Ellis; reunidos en una estancia del tiempo inmóvil, que puede ser una taberna flotando en el espacio, o un café de Paris, en tertulia perpetua sobre lo irreal e irreal, sobre lo que es y lo que no es, sobre lo visible y lo invisible, entre lo que se debe creer y lo que no. Y la mirada del poeta Nelson, aguda, desacralizadora:
“No veo catedral / veo un gato enorme sentado / sobre sus patas traseras, / unos ojos llenos de fe, / piel de carne de circo, / frente meditando en su oración (…)
alto en la entresombra / erige ante mí la parábola de la duda.” (…)

Pero esta duda es certeza cuando la ciega Narcisa en loco sueño se hace Eva y refunda el paraíso. Pronuncia la palabra y el Génesis cambia. Toma el color de su signo, su género y la fuerza de su convicción, para mostrarnos el Edén alucinado. Fantasmas, visiones en la honda sombra, la serpiente, el trabajo, el exilio, pero sobre todo el dolor, la ceguera, la locura. Una Eva loca y ciega que va dando tumbos de hospicio en hospicio, en eterno círculo, nos dice de un paraíso como clínica para enfermos mentales. Y esta duda-certeza de corte teológico salta a la grafía, a la escritura misma: “sin escribir escribo, / salto de esta tapia al patio ajeno / a robar los melones encendidos.” ¿Habla acaso aquí el poeta de las resonancias, de las influencias, o de esa voz de la poesía que está en el viento, más que en libros y talleres, que está en la plástica, como en los pintores de sus libros, Surgidos de la Luz y la Quinta del sordo, o “de la poesía que todos escribimos”, o nos habla de la lectura, de esa otra lectura no de libros, sino del entorno, el entorno interior o exterior del hombre, esa otra lectura que llamamos percepción? Cierto es que la poética de Romero Guzmán nace, entre otras fuentes, de una percepción atenta, aguda. En Grafías del insecto, por ejemplo, las imágenes tienen validez y asidero desde una profunda y paciente observación de entomólogo, o de poeta. Asistimos en este libro, a una palabra encantada y des-encantada, o si se prefiere, reno-va-dora: “la redondez es apenas una visión / una costumbre del ojo.” No en vano el poeta tiene sus propios invitados: el atormentado Jaime Sáenz, el de “las impenetrables obras de mampostería”, y Antonio Gamoneda, el de “vas hacia lo visible / y sabes que es real lo que no existe.” Mas hay un personaje aquí que no está anunciado, pero que se pasea sin más por todo el libro: hablo de George Berkeley, el obispo de Cloyne, el mismo que hace más de tres siglos lanzó al mundo su oración, su blasfemia o su herejía: “esse est percipi”. Y entre la visión y la ceguera, entre lo real y lo irreal, entre lo visible y lo invisible, entre lo que existe y lo que no; una exaltación:

“Celebramos limpios aniversarios de aire,
muertes hormigueantes llegan de lo visto,
piedras se hacen invisibles.

Lo más hermoso de no ser visto: ¡el homenaje al ojo¡”

El poeta Nelson Romero Guzmán estuvo en el río, en verano, buscando la piedra, y encontró la revelación. Para Nelson Romero Guzmán y su obra no hay tiempo, sino eternidad. Porque, como bien sabemos, la revelación pertenece al ámbito del instante, del ahora, del presente, es decir, del siempre. Entonces el río y el poeta no cambian. Se funden para permanecer intactos: milagro de la poesía, inmutabilidad en el fluir. El poeta regresa a su hogar, el poema, con su obra perdurable de dicha y acierto: plena de agua, de viento, de asombro, de luz.

Obras de Mampostería. Nelson Romero Guzmán.
Premio Nacional de Poesía Ciudad de Bogotá, 2007

Apología de los dragones de Conrado Alzate Valencia




Por Hernando Guerra Tovar

Apología de los dragones de Conrado Alzate Valencia es una puerta abierta al mundo de la infancia. Sólo el poeta, eterno guardián del sueño, misionero de la palabra encantada, puede acceder a este universo de presencias lúdicas. En el territorio del alba, donde todo es posible, desde la verosimilitud de la fantasía a la increíble realidad de la inocencia, el poeta, sacerdote de la palabra sagrada, oficia el milagro. Comarca situada en algún lugar de la memoria, infierno o paraíso en donde pervive la bestia primigenia, serpiente o pájaro, tierra o fuego, ignorancia o conocimiento. El lector tiene la opción de elegir a través de la poesía entre lo divino y lo humano, entre la realidad y la ilusión, entre oriente y occidente, entre el Apocalipsis y el festejo. En esta posibilidad reside la importancia de la apología, de la defensa a ultranza del mito. Alzate Valencia posee la llave de este universo misterioso, y sin embargo, deja la puerta abierta.

En Apología de los dragones del poeta de la Ciudad del Ingrumá se manifiestan todas las opciones, todas las posibilidades del hombre. Aquí el albedrío es cosa cierta. Conrado Alzate eligió una de las dos interpretaciones del Dragón como símbolo, como arquetipo. Eligió la leyenda oriental, que en China y Japón alude a un dragón con poder espiritual, de conocimiento, arte, fuerza y cosecha. Un dragón alegre, carnavalesco. Un “personaje” fabulado que se sitúa en la infancia, en la lúdica de la primera edad. Poética, psicología, filosofía y religión entrelazadas. El inconsciente individual y colectivo (Jung) en favor de una percepción alejada del modelo platónico, al que occidente, especialmente la Iglesia, le da una interpretación de condena, relacionando lo divino y lo terrenal, para hablar del pecado, la culpa y la ruina. Conrado Alzate nos convoca en su intuición poética a decidir por la expiación, por la inocencia del hombre.
Imago o alegoría, el poeta abre la puerta de su obra de par en par, para que el viajante decida si entra o sigue de largo. Yo como lector he decidido entrar, y una vez adentro, entre las páginas de este libro maravilloso, he resuelto quedarme, para disfrutar de una palabra breve: “Sabio es abrir los labios sólo para decir lo justo”, una palabra mágica colmada de silencios, silfos, ondinas, de “espíritus nemorosos”. He decidido quedarme en la estancia fabulosa de este libro, no obstante la presencia de los mismos “Tigres del templo”. Y es que: “Para nosotros los tigres son inofensivos”, mientras que “Para otros, son el salto terrible de la muerte”. Irónica dualidad. Acaso el único poder del hombre consista en la capacidad de decidir, de escoger entre dos percepciones opuestas que, como mínimo, se le presentan en el cada instante de una cotidianidad sinuosa:

“Las estrellas son la brújula de los viajeros nocturnos.” (…)
“La noche ama las estrellas porque son los ojos del cielo.”

Un viaje por la ribera del río, por el recuerdo de los abuelos, su casa, que posee “el color opaco del olvido”, por la tierra en donde “espiga la llama dorada de los sueños”. “Cazadores visuales”, avanzamos por un paisaje pleno de miradas desde la sombra, “los espíritus del monte guían nuestro destino y ponen pensamientos dulces en nuestros labios”, porque “Desde tiempos inmemoriales estamos atados a la mitología y a los seres de este territorio”.
Extraña sencillez elabora esta palabra: “¿Para qué mover los labios / en procura del mejor adjetivo, / si la piel, los ojos y las manos / son una hoguera de voces y deseos?” Extraña sencillez profunda que se transforma en ternura, que es ternura. Podríamos decir que la palabra es al poeta como el poeta a la palabra, para significar esa congruencia entre el autor de este libro y su poética, ajena a todo artificio, a cualquier especulación retórica. Valencia Alzate prefiere transitar por la orilla riesgosa de una palabra despojada, casi directa, peligrosa manera de asumir la estética entre precipicios, sin caer, sin desbarrancarse. El poeta no sólo conserva el equilibrio, sino que nos invita a disfrutar de la tierra, de los ancestros, los amigos, las miradas ecológicas, los monólogos, los olvidos, las apologías del silencio: “En las noches damos gracias al poder del fuego, / al viento, al jaguar, a los salmones del río / y a todo lo que esta tierra nos brinda con amor. / Aquí la vida es sencilla como gotas de rocío”. (…)
La presencia recurrente del abuelo, figura que encarna la sabiduría, la seguridad y el calor del hogar, la nostalgia de la casa perdida en el tiempo, la infancia; la impotencia y la inutilidad de la poesía para recuperarla: “Daría mi vida por tenerla en pié, llena de afectos, / de cuadros, de muebles antiguos y de rezos. / Pero yo no puedo rehacer la casa con estos versos”. El amor por la tierra, por la naturaleza, enlazado a un sentimiento existencial, como al final de su poema, “Si yo fuera árbol”: “Sería un ser silencioso como los peñascos, / amigo de la soledad y de los espíritus montesinos. / Si yo fuera árbol, sería la morada florida de los pájaros.” Y el deseo de trascendencia, de posteridad, que anima a todo creador, consignado bellamente en el poema, “Un verso para el recuerdo”: “Yo sé que mañana, los poderes fríos y enigmáticos / de otro mundo, vendrán por mis huesos y mis órganos. / sé que todo lo mío partirá dócilmente tras el olvido. / Pero tal vez un verso se revele para salvar mi nombre / y se quede anclado en los cálidos labios del recuerdo.”
Con este libro, ganador del concurso departamental de poesía de Caldas, el poeta Conrado Alzate Valencia se inscribe dentro de la más alta vertiente de la poesía de su generación en Colombia, al lado de autores como Gabriel Arturo Castro, Nelson Romero Guzmán, Omar García Ramírez, Gonzalo Márquez Cristo, entre otros, quienes tienen en común una estética alejada de la épica belicista, pero comprometida con el pensamiento, la reflexión; con la tierra y la palabra misma, en tanto lugar de encuentro con el hombre.

Apología de los dragones. Conrado Alzate Valencia.
Concurso de Literatura Caldas, modalidad poesía.
Manizales, 2007.